El Gladiador
- Al fin se
acabó.
El hombre
murmura para sí y suspira. Hinca un codo en la arena caliente y oleadas
dolorosas recorren su mente y su cuerpo. Siente que se sofoca y con cierta
dificultad retira el pesado yelmo que cubre su cabeza y rostro. El enorme casco
de cobre cae pesadamente a su lado. El sonido del impacto se escucha en todo el
recinto. La multitud está silenciosa.
Siente un
intenso ardor en toda la espalda, focalizado allí donde su carne se ha abierto,
cortesía de su adversario que a pocos metros de él, lo observa con desdén. Le
duelen las manos que, libres de las espadas, tiemblan rítmicamente.
En ese momento
repara en el sabor cobrizo en sus
labios, siente en todo su cuerpo la calidez reptante de la sangre que fluye
lentamente de las diversas heridas abiertas.
Fue una buena
pelea. El era un gran proyecto y era respetado por sus compañeros del domus.
Pero todo lo que
comienza tiene que acabar alguna vez. Estaba harto de tanta muerte y dolor.
El Murmillo
vencedor, levanta los brazos en pose victoriosa y la muchedumbre que abarrota
las graderías del coliseo, tarda unos interminables segundos en reaccionar. Se
eleva la temperatura y miles de pulmones estallan en gritos eufóricos unos e
imprecaciones impronunciables otros. Jamás se ha invocado tantas veces a los
dioses como esa tarde.
El vencedor se
pasea orondo alrededor del caído recibiendo el reconocimiento de sus
seguidores. Ya respira tranquilo. Sabía que se enfrentaba a un gran adversario,
pero no le había costado mucho tenerlo yacente a sus pies, listo para recibir
el perdón imperial o el filo de su espada.
Finalmente y ya
satisfecho, se plantó al lado del Tracio y elevó la mirada al balcón principal.
Una impresionante figura miraba desde las sombras. La multitud dejó de gritar y
el silencio se apoderó nuevamente del recinto.
Una mano ancha y
llena de sortijas sobresalió por el borde del palco y el inclemente sol reflejó
sus rayos en ella. Sin preámbulos el pulgar siguió las aun desconocidas leyes
de la gravedad y apuntó hacia el suelo.
- ¡Iugula! Rugió
la multitud.
Una cruel
sonrisa surcó el rostro curtido y lleno de cicatrices del Murmillo.
Una resignada
sonrisa afloró en los labios del Tracio.
Llegó la hora.
El verdugo se
acercó de manera acompasada al cuerpo del caído y sin mucho preámbulo, levanta
la espada de doble hoja ávida por terminar el espectáculo. El Tracio no se
mueve. Mejor así.
El cerebro es un
órgano sorprendente, las sinapsis, por millones, bombardean y estimulan la
mente del vencido. Imágenes se suceden delante de sus ojos. El tiempo se
ralentiza. La mortífera espada de hierro
disminuye su velocidad. Se detiene. Un rostro
difuminado aparece ante sus ojos, es una joven mujer… su mujer. Le sonríe
dulcemente. Pero la sonrisa se convierte en una mueca horrenda y un alarido
infrahumano taladra sus tímpanos. La sangre cubre el rostro de la imagen, los
gritos se multiplican, empiezan los ruegos… y los jadeos... La están violando.
La imagen se
afina, se aclara. El Tracio no puede hacer nada. Está atado de pies y manos y
delante de él, cuatro legionarios se turnan para ultrajar a la mujer. A su
mujer. Ella llora e implora que no lo hagan. Los soldados se ríen y uno de
ellos le estampa una feroz bofetada en la mejilla. La sangre salpica el suelo y
el prisionero se retuerce tratando vanamente de liberarse de sus ataduras. Grita
como un poseído cuando un nuevo legionario se une al suplicio. Está borracho
como una cuba. De un empellón separa al compañero que se encontraba encima del
maltratado cuerpo de la mujer. Se levanta el faldón y la cota y trata de
poseerla. Ella logra soltar una de sus manos sujetas por una cuerda y surca con
las uñas el rostro desencajado de su atacante. Este sorprendido y adolorido se
levanta llevándose las manos al surco abierto en el pómulo. Un rictus rabioso
deforma su bestial rostro y desenvaina su gladius. La joven trata de gritar
pero la hoja de hierro se entierra profundamente en su abdomen. El soldado la
retuerce el arma de un lado a otro y un río de sangre inunda el polvoriento
suelo. La mujer ahoga un grito y su cuerpo tiembla espasmódicamente, trata de
sujetar la espada que invade su cuerpo pero ya las fuerzas la abandonan, el
hálito de la vida se escapa a través de sus labios, a través de la terrible
herida que se agranda cada vez más. El Tracio, grita hasta quedarse sin voz,
maldice al Romano, maldice a Roma. Un legionario se le acerca y le propina un
furibundo puntapié en la base de la nuca y las tinieblas caen como un alud.
Lo vendieron
como esclavo y terminó en el Ludus, allí aprendió el oficioso arte de matar
para entretener. Su talismán es su mujer. La imagen de su cuerpo sangrante y
desmadejado se encuentra cruelmente alojado en su mente. Pero el tiempo termina
hartando, incluso, al más fuerte. La vida en el Ludus y los interminables combates
en el Coliseo ya habían dejado de tener sentido. Quería que todo terminara de
una buena vez, y el fin se hallaba a pocos centímetros de su cuello.
Pero algo no
anda bien. Una pequeña llamarada se enciende en lo más profundo de su ser.
Escucha la voz de ella, le pide que no claudique, que no se deje avasallar, que
siga luchando, el futuro le depara mejores horizontes. Un cosquilleo le recorre
la columna vertebral. Antes de ser esclavo, había sido un hombre libre y los
Romanos le habían arrebatado lo que más apreciaba: su compañera y su libertad.
No. No se iba a dejar vencer, ahora no, Roma tiene que pagar por todo el
sufrimiento que le ocasionó. A él y a su tribu. Roma aun tiene que oír hablar
de él.
La realidad
regresa galopando, la oscuridad que lo
rodea se difumina y la arena manchada bajo sus pies reaparece ante sus ojos. En
el último segundo, un latido antes de de que la espada acabe con su vida el
gladiador se dobla como una mangosta. El filo de la espada corta
superficialmente la piel de la cerviz.
El Murmillo no
reacciona, abre los ojos y no puede creer que su víctima ya no esté ante él.
Azorado se yergue sólo para recibir una mortal estocada que se hunde debajo de
su esternón. Es como si apagaran una lámpara de un soplido. De la misma manera
la vida abandona el cuerpo del guerrero que se creía vencedor. Cae de bruces pesadamente
para no levantarse nunca más.
Las graderías
quedan sumidas en un silencio sepulcral. Hace unos instantes el Murmillo estaba
a punto de acabar con el Tracio, y ahora este último se encuentra erguido con
una mirada indómita y desafiante y el Murmillo yace desangrándose a los pies de
su ejecutor. Las reglas de los juegos han sido quebrantadas.
Con un
estruendo, las puertas de madera que conducen a las entrañas del coliseo se
abren y media docena de gladiadores irrumpen bajo el sol. Los organizadores
decidieron castigar al infractor y que mejor que haciendo que sea destrozado
por otros gladiadores. Estos se abren en abanico y rodean al Tracio. Él ya se
encuentra presto y armado con las dos falcatas, que había soltado durante la
lucha con el Murmillo.
El primer embate
vino por la derecha. Un Hoplomachus avanzó precipitadamente hacia el Tracio
proyectando la punta de la lanza hacia su pecho descubierto. El Gladiador desvió
hábilmente el estoque usando la espada de la mano derecha y trató de golpear
con la otra a su adversario. El Hoplomachus consiguió detenerse justo a tiempo
evitando la mortal trayectoria de la falcata y de un salto hacia atrás se alejó
del peligro. Uno de los tres Murmillos que habían salido a la arena,
aprovechando la distracción y sediento de gloria, saltó hacia adelante y su
espada ejecutó un arco mortal dirigida a la espalda del Tracio, pero éste,
anticipándose al movimiento retrocedió de espaldas a su atacante provocando que
el ataque de éste último fuese inocuo ya que fue su brazo, y no la espada, la
que impactó en el trapecio del Gladiador. Pero el Tracio había colocado ambas
falcatas dirigidas hacia atrás, atravesando el pecho de su contendor. El
Murmillo, sorprendido, dejó caer la espada y lánguidamente, se apoyó en la
espalda de su victimario, deslizándose hacia el suelo, en donde quedó hecho un
ovillo.
Un segundo
Murmillo, el más grande y pesado, lanzando un demencial alarido, atacó
frontalmente al Tracio.
La reacción del
gladiador fue inmediata, sin pensarlo arremetió a su vez en contra de su
gigantesco oponente. El Murmillo se sorprendió; en todos sus combates, se había
acostumbrado a ver huir a sus oponentes cuando se lanzaba a la carga. Ese
momento de incertidumbre fue su perdición. El ataque del Tracio lo desconcertó,
pero de todas formas, sus reflejos eran muy buenos, por ende, lanzó un
descomunal mandoble en contra de la cabeza de su oponente. Éste, intuyendo el
golpe y ya a un solo paso del Murmillo, flexionó las rodillas y tiró el torso
hacia atrás pero siempre con la falcata de la mano derecha hacia adelante. La
hoja del gigante pasó a escasos dos centímetros por encima de la cabeza del
gladiador pero la afilada falcata no erró. El tajo no fue mortal, pero si lo
suficientemente preciso para partir en dos la rótula desguarnecida del gigante.
Su alarido de dolor atronó en todo el recinto, sus ojos se llenaron de lágrimas
a causa del insoportable ardor que
sentía en ese momento. Enceguecido por el odio y la adrenalina, el enorme
gladiador, antes de hincar la rodilla en la arena, volteó para tratar de atacar
a su ágil contendor, pero éste ya no estaba en su ángulo de visión; a través de
las rendijas de su yelmo sólo veía la arena y a la muchedumbre paralizada. Fue
lo mejor para él. La afilada doble hoja de la falcata se introdujo de abajo
hacia arriba por la mandíbula, cortó la lengua, atravesó el paladar y el
cerebro, incrustándose en el hueso frontal del cráneo. La muerte fue
instantánea, los ojos del Murmillo se pusieron en blanco y cayó de costado como
una inmensa masa de carne.
La caída del
imponente guerrero dejó estupefactos a los restantes gladiadores de la arena. El
Tracio, en un sólo movimiento, se irguió premunido del gladius del abatido
Murmillo y lo lanzó con todas sus fuerzas en contra de un Secutor, que en ese
momento había bajado su gran escudo rectangular y tenía los ojos clavados en el
gladiador muerto. El gladius cruzó el espacio casi en cámara lenta, girando de
manera elegante y simétrica. El filo del arma impactó en el Secutor justo
debajo del esternón, desprotegido por completo y se introdujo con un golpe
acuoso, seccionando el hígado, parte del estómago y el páncreas. Los ojos del
combatiente se abrieron desmesuradamente y miraron incrédulos el mango de la
espada que asomaba de su abdomen. No sentía dolor pero un repentino cansancio
se apoderó de él mientras que la hemorragia interna hacía su labor destructiva.
Cayó de rodillas y ahora sí, las oleadas de dolor lo sacudieron como si un
trueno enviado por el mismo Júpiter lo hubiese impactado. Se arrancó el yelmo y
lo arrojó lejos de si como si ese acto mitigase el dolor y la creciente falta
de aire que sentía.
Los restantes
gladiadores se miraron incrédulos. Hace unos momentos eran seis y en un abrir y
cerrar de ojos, ya solo quedaban tres.
El Tracio caminó
lentamente hacia el Secutor, ahora ya muerto, y casi con reverencia y sin
resistencia alguna, extrajo la falcata que despuntaba del abdomen del
caído.
Los tres sobrevivientes,
casi por instinto, se abalanzaron en contra del Tracio; ya había demostrado
sobradamente que era un oponente mortal y formidable y no se podían ir con
remilgos. Era todo o nada. El gladiador esperó sereno el ataque. El último
murmillo que quedaba vino por el centro, a la derecha de este el Hoplomachus y
a su izquierda el Retiarus. Lo que pasó, quedó grabado en la retina de todos
los espectadores.
El gladiador
retrocedió rápidamente dejando que sus oponentes se acercaran y se juntaran.
Estos esperaban una defensa cerrada pero no un retroceso calculado; nuevamente
la sorpresa les jugó en contra. Haciendo un amague hacia la derecha y
confundiendo al Retiarius, dando una voltereta se lanzó con brío hacia la
izquierda, pasando debajo del mandoble del Hoplomachus que reaccionó
tardíamente. Al momento de erguirse, la falcata dibujó un ángulo ascendente que
cortó limpiamente la cintura del guerrero, debajo de las costillas. Éste soltó un alarido y ya por inercia tardía
trató de alejarse empujando en su desesperación al Murmillo y este al Retiarus
que perdió el equilibrio.
Ahora tenía a
los tres gladiadores en línea, Con un furibundo grito de guerra y mascullando
el nombre de su mujer, el indómito Tracio se precipitó sobre el Hoplomachus,
aun concentrado en el doloroso tajo de su cintura, y cercenó su cabeza de un
solo golpe. Con el mismo embate, pateó con fuerza el gran escudo cuadrangular
del Murmillo que trataba de asumir una posición defensiva, haciéndolo caer de
espaldas, momento que fue aprovechado por el Tracio para introducir su Falcata
en el cuello del caído, cortando el correaje del pesado yelmo de bronce así
como músculos, tendones y arterias.
El Retiarius que
había terminado en el suelo por el empujón del Murmillo, se había erguido
velozmente, dejando la red y asiendo el tridente, sólo para ver a sus dos
compañeros ya abatidos y al Tracio dirigiendo velozmente el filo de su arma
hacia su cuello. No quiso ver el golpe y cerró los ojos con fuerza.
Pero este no
llegó. Su enloquecido corazón seguía latiendo y su cabeza seguía en su lugar.
El silencio sepulcral de la arena le permitió escuchar un jadeo casi animal a
pocos centímetros de su rostro. En ese momento irreal abrió los ojos sólo para
encontrarse con la profunda mirada del Tracio que había detenido su falcata a
escasos centímetros de su cuello. El momento se tornó aún más delirante cuando
los labios de su atacante se torcieron en una… ¿sonrisa?. Si, el Tracio
sonreía. Le había perdonado la vida.
El Retiarius,
sin salir de su asombro y aun con los ojos clavados en su adversario, sólo
atinó a decir:
-
¿Cuál es tu nombre?
El Tracio
retrocedió lentamente y antes de levantar las falcatas hacia el público
estupefacto, respondió:
-
Espartaco.
Los presentes
estallaron en ovaciones y gritos de satisfacción, La lucha había sido mejor de
lo que esperaban y empezaron a corear el nombre del vencedor que retumbaba en
el Coliseo.
Espartaco,
Espartaco, Espartaco, repetían; sin presagiar que ese nombre, pronto, traería
un halo de sangre y muerte en toda Roma.
Comentarios
Publicar un comentario