¡Calen Bayonetas!





 El 13 de enero de 1881, en horas de la mañana, la línea peruana de San Juan ha sido batida por las imparables fuerzas chilenas. Roto el frente, los restos del “ejército” peruano toman diferentes direcciones, muchos se repliegan hacia Miraflores y otros toman el camino hacia el Morro Solar, último bastión peruano, el más aguerrido también.

El Batallón Guardia Peruana, testigo de la caída de la línea de San Juan y atrincherado en las vertientes del Morro, espera órdenes. Intercambia disparos con las fuerzas invasoras que empiezan el ataque a las últimas posiciones patrias. Ante la adversidad y viendo todo perdido, Carlos de Piérola, hermano del dictador y Oficial a cargo del Batallón, ordena el repliegue ordenado.

Sus hombres responden a la orden. La mayoría son reclutas de último minuto y entusiastas voluntarios para defender la ciudad, muchos respiran aliviados al recibir la orden. Es normal, son humanos. Sin dejar de disparar empiezan el descenso por el lado que da al balneario de Chorrillos hasta llegar al malecón. Una vez allí, empiezan la marcha hostigados permanentemente por algunas tropas chilenas que desde las alturas, los acribillan a mansalva, pero la mayoría está concentrada en las restantes baterías peruanas que quedan en el morro y que se defienden valerosamente. 

Repentinamente, desde las calles aledañas que desembocan en el majestuoso malecón chorrillano, gran cantidad de soldados chilenos cortan el paso del Guardia Peruana. Están atrapados.

Sus integrantes, nerviosos miran a su oficial, pueden  sentir las balas pasar aullantes sobre sus cabezas. Carlos de Piérola le hace un gesto al único corneta que le queda, el asustado muchachito se le acerca y el Oficial le susurra algo al oído. Todos están atentos.

El corneta se aleja un poco, infla los cachetes colorados y pone la boca de su instrumento en sus labios. Las primeras notas desgarran el aire.

¡FORMACION!

La soldadesca peruana, al únísono y por inercia, forma rápidamente en varias columnas detrás de su oficial. Las balas siguen surcando el espacio pero eso no amilana, órdenes son órdenes. Frente a ellos docenas de chilenos siguen confluyendo en el malecón acercándose de manera inexorable hacia la tropa peruana que se encuentra absorta en un niño con una corneta.

El jovencito, con la tez lívida, con un ligero temblor en el labio y con los ojos totalmente abiertos, mira al oficial. Este, devuelve la mirada y hace un ligerísimo movimiento de cabeza, casi imperceptible incluso para los primeros soldados de la formación. En medio del estruendo de la lucha que se generaliza en lo alto del morro, las chanzas y chascarrillos de las tropas chilenas que siguen llegando al malecón se empiezan a escuchar, muchos sureños llevan quepís peruanos ensartados en la punta de sus yataganes. El momento es demencial, lo que suceda en los siguientes segundos será determinante. Los hombres del Batallón, quietos por la orden dada, transpiran por todos los poros del cuerpo, la ansiedad hace presa de ellos y gruesas gotas de sudor caen por sus frentes y cuellos.  

El corneta vuelve a tomar aire, los rápidos pensamientos vuelan en el espacio… ¿se rendirán? ¿Ordenarán deponer las armas?, si lo hacen, serán tomados prisioneros. Algunos heridos seguro morirán pero la mayoría salvará la vida. Las manos se crispan en los fusiles, el corazón resulta ser un animal desbocado sin control que golpea como un tambor de guerra en medio de la caja torácica. Las notas musicales, desafinadas pero entendibles, se dejan oir….  

¡CALEN BAYONETAS!

Los soldados peruanos aguantan la respiración, tragan saliva, una repentina sensación helada les sube por la espalda hasta la nuca, los dedos hormiguean y el rostro les quema. ¡No se rendirán! Tienen miedo, saben que tienen pocas chances de conseguir pasar a través de ese mar gris y rojo que tienen enfrente pero el poco entrenamiento que tuvieron para defender la ciudad da los frutos deseados. En un solo acto, los cerca de 200 peruanos extraen la bayoneta que cuelga de sus cintos y la acoplan al cañón de sus fusiles.

Otra nota musical

¡AVANCEN!  

Los fusiles rápidamente toman posición horizontal, pegados a la cadera y con la afilada punta de la bayoneta dirigida hacia los soldados chilenos que aún no pueden creer lo que están viendo. Los peruanos ya no piensan, obedecen, se acercan a paso redoblado hacia su destino, hacia el ocaso de la vida… pero ya una pequeña llama empieza en crecer en sus corazones palpitantes que se adueña de su propio entorno, de su propio espacio. Una sola idea empieza a formarse y a martillar la mente de cada individuo… pasaremos. 

La última nota.

¡ATAQUEN!   

Dos centenares de gargantas estallan… ¡Viva el Perú! gritan a voz en cuello. Carlos de Piérola, con el sable desenvainado y apuntando hacia adelante, refuerza la orden musical con la verbal, que sale ronca, estentórea pero sin mostrar debilidad… no hay preámbulos, no hay arengas, no hay estrategia, solo el ataque y la distancia entre ambos bandos se acorta implacablemente. El sorpresivo ataque peruano coge por sorpresa a las tropas chilenas, pero estas son curtidas, rápidamente disparan a bocajarro sobre aquel tumulto blanco que se aproxima a ellos rápidamente.

Explosiones rojizas como rosas sangrientas aparecen en los gastados uniformes peruanos de aquellos que integran la primera fila de ataque, varios caen heridos de muerte, entre ellos su valiente Oficial, Carlos de Piérola. Pero la masa peruana ocupa el estrecho paso del malecón apretando entre sus manos sus fusiles coronados por aguzadas bayonetas que en unos segundos probarán sangre araucana. Por su parte, los soldados chilenos, haciendo lo mismo, se lanzan hacia los peruanos.

El tiempo se ralentiza, las sinapsis se paralizan pero el corazón retumba como una locomotora a todo vapor, el momento más sublime, el más ruin, el más ansiado y odiado por aquellos hombres de guerra está a punto a llegar… el combate cuerpo a cuerpo. 

Las tropas se acercan, ya se pueden distinguir claramente las facciones del rival, ya se puede notar el color del iris de los ojos… El choque es cruento, los aceros peruanos y chilenos se cruzan e incrustan con furia en los cuerpos antagónicos, sangre peruana y chilena se mezcla en el otrora hermoso balneario de Chorrillos convirtiendo el piso en una masa viscosa, llena de cuerpos desarticulados y quejumbrosos, allí se mata y se muere sin pedir tregua. Casi no se oyen disparos, algunos oficiales y suboficiales enfrentados hacen usos de sus revólveres pero es el frío acero quien se hace presente en todo su mortal esplendor.

La arremetida resulta imparable, las bayonetas peruanas se imponen a los yataganes chilenos, la formación sureña se deshace y los peruanos pasan a través de ella dejando en el camino un vendaval de camaradas muertos y heridos. Los sobrevivientes toman el camino de la bajada a los baños para ganar la playa y de allí no pararán hasta los reductos de Miraflores… alborozados gritan para espantar el miedo y los nervios que aun los atenaza, no pueden creer lo que acaban de hacer… Pero el costo ha sido alto, las dos terceras parte del Batallón Guardia Peruana queda tendido entre las baldosas del malecón.

Los infantes chilenos, enardecidos, tampoco pueden creer lo que han presenciado. Contabilizan sus bajas y repasan a los heridos peruanos allí donde los encuentran. Nada opacará aquel acto de valor en donde la tenacidad del cholo se impuso al número del roto. Carlos de Piérola, herido, estuvo a punto de ser fusilado pero salvó la vida gracias a su alto grado oficial. Tuvo más suerte que muchos otros soldados de tropa.

Este desconocido acto tuvo lugar en los estertores de la Batalla de San Juan. Actos de valor perdidos en el tiempo que, renacen poco a poco para mostrar el coraje de tantos peruanos que dieron la vida por nuestro Perú. 

Malecón de Chorrillos - Aquí fue el encuentro del relato. Al fondo el Morro Solar, por donde descendió el Batallón peruano
Malecón de Chorrillos. El Morro Solar se encuentra detrás.

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