El Último Torneo
Tomando en cuenta que mi padre y
sus hermanos tienen por segundo apellido el de NIETO, hurgando un poco en la
historia, hay un personaje histórico en nuestro gran Perú llamado Domingo Nieto y Márquez. Sólo para conocer un poco de este hombre, les
puedo contar que Domingo Nieto, participó activamente durante toda la corriente
independentista del Perú, combatiendo en todos los campos de batalla
imaginables. Luego de nuestra
independencia, como buen soldado que era, siguió combatiendo cuando nuestro
joven Perú se enfrascó en terribles guerras civiles llevadas a cabo por los
diversos caudillos que ansiaban imponer sus ideales de nación así como para
expulsar a los últimos españoles de nuestro territorio, atrincherados en la
Fortaleza del Real Felipe en el Callao. Demás está decir que posteriormente,
llegó a ser Jefe de Estado Provisorio del Perú. En suma, un gran personaje que
engalana nuestra historia.
Pues bien, al margen de todas las
hazañas y títulos que llevó a cabo y obtuvo durante su vida, Domingo Nieto protagonizó
un insólito hecho de armas que pasó a la historia como el último torneo de
caballeros.
Era la época de revoluciones y
guerras civiles, cuando nuestro país se enfrascó en una guerra con la entonces
Gran Colombia... ¿Recuerdan el dicho “Tumbes,
Jaén y Maynas, ni de vainas”?. Pues por allí vino la bronca.
Esta guerra duró desde 1828 a
1829. Durante la campaña terrestre en 1829 (que no tuvo vencedores ni vencidos)
se dio este singular duelo que les paso a narrar.
Los conocidos y valerosos
escuadrones de los “Húsares de Junín” se habían enfrascado en un tiroteo con un
escuadrón Grancolombiano llamado “Cedeño”. Nuestra caballería defendía el
repliegue de las tropas peruanas que habían pasado un mal rato en un
enfrentamiento previo.
Estancados como se encontraban,
de las filas Grancolombianas, emergió una imponente y colosal figura que, con
paso marcial y deteniendo el fuego de sus fuerzas, se acercó a las posiciones
donde se encontraban parapetados los
Húsares de Junín. Este caballero de nacionalidad venezolana respondía al nombre
de José María Camacaro y era el líder del escuadrón “Cedeño”. No hay necesidad
de entrar en detalles en cuanto a su aspecto ya que sólo su apodo intimidaba:
lo conocían como “El Gigante”.
Con voz ronca y potente dijo que
podía evitarse un derramamiento de sangre si algún peruano aceptaba batirse en
duelo con él, a la antigua, lanza y corcel.
Un murmullo nervioso recorrió las
filas peruanas. Camacaro había combatido ardorosamente en las guerras
independentistas y era un consumado combatiente. ¿Se acuerdan de la película
“Troya”? (si señoritas, en la que actúa Brad Pitt), bueno, por allí va la cosa.
Nuestros corajudos soldados se miraban entre sí, el valor se mide en el campo
de batalla, pero ante ellos no se encontraba un soldado regular, estaban frente
a una inmensa máquina de matar.
De pronto, de nuestras filas, una
figura emergió aceptando el reto.
Era el Teniente Coronel Domingo
Nieto y Márquez.
De contextura más bien menuda, la
diferencia de tamaño y corpulencia entre el peruano y el venezolano se hacía
más notoria. Camacaro regresó hacia sus filas en pos de un caballo y una filuda
lanza. Domingo Nieto hizo lo suyo, le acercaron un caballo de buena alzada y
cogió una lanza que le pareció lo suficientemente afilada y resistente.
Como en épocas medievales, ambos
contendores se posicionaron a un centenar de pasos, aferrando con firmeza sus
lanzas y preparándose para clavar las espuelas en los ijares de los nobles
brutos para dar inicio a la carga. En las filas peruanas, imagino que más de un
Húsar miraba al firmamento encomendando el alma del buen Domingo a su creador
mientras otros se persignaban.
Con un grito de arreo, las
espuelas se hundieron en las carnes equinas, y con un relincho y un grito, los
centauros se lanzaron al galope en el último torneo de caballeros. La distancia
se acortaba, ambos combatientes apretaron las mandíbulas y colocaron sus lanzas
en ristre, dirigidas al pecho de su oponente. El choque fue tan repentino como
fulminante. Se escucha un golpe seco y un gemido y Camacaro sale despedido de
su caballo atravesado por la lanza del peruano. El valiente venezolano murió de
forma instantánea.
Los soldados del “Cedeño” no
pueden creer lo que acaban de ver mientras que los “Húsares de Junín” estallan
en gritos de júbilo, coreando el nombre del vencedor que regresa a sus filas no
sin antes dirigir una mirada de respeto al gigante abatido con quien, muchas
veces, combatieron en el en el mismo bando.
Lamentablemente, las fuerzas
grancolombianas, no aceptaron el fin de la justa e iniciaron nuevamente el
tiroteo con Los Húsares de Junín, que, de todas maneras, permitieron la
retirada satisfactoriamente.
La historia cuenta que durante el
repliegue, las tropas peruanas, se desplazaban por un desfiladero siendo
interceptados desde las alturas por el ejército de Antonio José de Sucre que se
encontraban en una posición ventajosa. Domingo Nieto se preparó para lo peor,
pero ya enterado Sucre del duelo llevado a cabo, en vez de atacar, se quitó el
sombrero y con una venia saludó a Nieto y dejó que sus tropas pasaran por el
desfiladero sin ser molestados. Lo mismo hizo el oficial peruano, devolviendo
el saludo a Sucre.
Un gran hombre, de los tantos que
abundan anclados en nuestra historia.
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