Las Patricias
La guerra no solo se vive con los fusiles en las manos….
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¿Ya se durmieron? – pregunta Julián.
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Si – responde Sara – la pequeña Ana batalló
bastante, pero no hay nada más poderoso que el arrullo de una madre.
Sara sonríe… pero su sonrisa no tiene vida, no hay brillo en
sus ojos.
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Es la hora – dice Julián lacónicamente.
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Lo sé – replica Sara.
Julián entra en la habitación donde reposan sus hijos.
Santiago, de cuatro años, ya ha revuelto las mantas y duerme plácidamente. Ana,
de siete, tiene pesadillas. A pesar de la penumbra, se da cuenta que la pequeña tiene un sueño
con sobresaltos; la niña se agita un poco y murmura entre dientes. Julián se
aproxima con cuidado y se acuclilla en medio de las dos camas. Pone las manos
encima de las cabecitas de sus niños, enrolla sus dedos en los cabellos
infantiles y ante el contacto, Ana se tranquiliza. Un nudo se forma en la
garganta del muchacho y una atrevida lágrima rueda por su mejilla.
Detrás, en el umbral de la puerta, Sara apenas puede
contener sus emociones. Tiene pequeños temblores en el cuerpo, sabía que este
momento llegaría y se había preparado para ello, pero se da cuenta que nada,
absolutamente nada sale como una quiere, cuando las parcas de la muerte reptan sinuosamente
en la oscuridad.
Con un suspiro contenido, el joven se yergue y sin voltear
sale de la habitación en silencio. Sara lo sigue.
La mujer ve como su esposo entra en la pequeña habitación
matrimonial y empieza a mudarse de ropa. Sara sólo puede observarlo. En el
fondo quisiera verlo desnudarse, como cada noche cuando la tranquilidad flotaba
en su sencillo hogar, para meterse en la cama. Pero ahora es diferente. Julián
se coloca el uniforme, se calza los zapatos, con parsimonia se coloca los
escarpines y por último ajusta su cinturón.
-
Regreso a mi puesto de combate, Sara – dice
Julián.
-
Lo sé – dice Sara con un hilo de voz.
A diferencia de muchos, el joven, que estaba destacado en el
Primer Reducto de la línea defensiva de Miraflores, tuvo la oportunidad de
regresar por poco tiempo a su casa para visitar brevemente a su familia
mientras realizaba unos encargos. Era el 11 de enero de 1881.
Sara lo observa, él está completamente uniformado, conoce su
determinación pese al amor que sabe, Julián le profesa a ella y a sus hijos. Ahora
es Sara la que experimenta la sensación de tener un nudo en la garganta, las ideas
y las palabras confluyen en sus labios, se amontonan… pero ninguna sale. Hay
tantas cosas que decir pero es el silencio quien se adueña del momento.
Finalmente, Sara se acerca lentamente hacia su esposo
mientras que su labio inferior empieza a temblar de forma involuntaria,
entonces aprieta los labios para detener el temblor pero solo consigue
contagiarlo a todo su rostro. Los ojos se le aniegan mientras toma por los
hombros a su compañero de vida y se empina para darle un cálido beso en los
labios, y con voz trémula solo atina a decir:
-
Combate con valor… pero regresa a nuestro lado.
-
Regresaré – dice Julián.
El joven se dirige a la puerta y
Sara lo sigue.
-
No me sigas, por favor – dice Julián sin darse
la vuelta – ve a ver a nuestros hijos, diles… diles que pronto volveré.
Sara no ve los gruesos lagrimones que bañan el rostro del
noble muchacho que parte hacia el campo de batalla; Julián no ve el gesto de
profundo dolor que surca inmisericorde el rostro de Sara. Mejor así.La puerta se cierra y el corazón de Sara se detiene por un
momento. En ese momento cae de rodillas sobre su faldón y rompe en un llanto
desgarrador. Solloza con fuerza, el dolor que siente en el alma es inmenso.
Dos días después se desata la batalla en San Juan. Al finalizar
el día, las noticias ya corren como la pólvora en la ciudad de Lima, perdimos y
los chilenos se preparan para atacar Miraflores.
Y llegó el 15 de enero. La incertidumbre va en aumento
aunque se habla de un armisticio, eso tiene algo tranquila a la mujer que
espera con ansias que todo termine y ver a su amado Julián regresar a
casa. En horas de la tarde, Sara ya
había alimentado a sus hijos y retozaba con ellos en las escaleritas de la
entrada de su pequeña vivienda. Repentinamente, aunque lejano, percibe el
retumbar de cañones y fusiles. Los vecinos gritan y corren en todas las
direcciones, la Batalla de Miraflores ha comenzado. Sara, anonadada, se persigna y se arrodilla, Santiago y Ana la
miran desconcertados. La mujer encomienda la vida de su esposo a cada santo que
recuerda y sólo quiere que esa mortal letanía se detenga. Al caer la tarde, el
furibundo fragor del combate se detiene. La batalla ha terminado y cayendo la
noche, el sinsabor de la derrota se hace presente.
Ya entrada la noche, Sara se sienta nuevamente en las
escaleritas de su vivienda dispuesta a esperar a Julián; muchos ya regresaron a
sus hogares, muchos más son llorados en una Lima triste y caótica, en
donde los disparos y las llamaradas
encienden la cálida noche. Pero Julián le dijo que regresaría y ella cree porfiadamente
que en cualquier momento lo verá doblar la esquina, entonces abraza a sus hijos
mientras les canta una canción de cuna.
Ella no sabe aún que su Julián yace sin vida al pie de un
tapial con el corazón atravesado por una bala. Ella no sabe aún que los tiempos
realmente difíciles acaban de comenzar.
El término “Patricias” era la denominación que se les daba a
las damas de la sociedad (limeña, en este caso). Estas, por aquellos tiempos,
dependían exclusivamente de los hombres de la familia, sean estos los esposos,
los hijos mayores o los hermanos. Después de las batallas, aquellas que tenían
la mala suerte de perder a quienes eran su sustento vital, se veían en una
situación extremadamente difícil pues, de no tener donde acogerse, caían con
sus hijos pequeños, si los hubiese, en la precariedad y en la indigencia.
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