Doña Rosa
Doña Rosa era una buena mujer con
una buena vida. Económicamente le iba bien; era de familia acaudalada y siendo
joven, se casó con un buen hombre llamado Narciso. La vida era plena y le
sonreía. Pronto, la maternidad y la felicidad llegaría a ese hogar, trayendo al
mundo a su primera hija a quien colmaron de amor, llamándola Isabel. Después de
la llegada de la niña, un varoncito alborotó el hogar familiar. ¡Un hombre ha
nacido! Narciso estaba feliz, Doña Rosa también, no cabían de gozo al cargar entre sus brazos a
ese pequeño bebé, merecedor de todas las atenciones. Le pusieron de nombre,
Juan Alfonso.
Y la vida siguió abriéndose
camino en ese hogar lleno de amor. Pronto dos varones más engrosaron la familia
a quienes llamaron Narciso y Federico. Todo iba viento en popa. La familia
llegaba a su plenitud y los negocios marchaban formidablemente.
Pero el destino, esquivo y cruel
a veces, no tardó en adueñarse de las vidas de esa amorosa familia. Don
Narciso, murió dos años después del nacimiento de su último hijo. Esto, como
era de esperarse, devastó a doña Rosa; pero eso no era todo, tras cuernos palos
reza el dicho y a los pocos años, por causas no esclarecidas y a muy tierna
edad, los pequeños Narciso y Federico partieron de este mundo para reunirse con
su padre.
Perder un ser querido es
terriblemente trágico, perder a tres en tan poco tiempo… no tiene nombre.
Doña Rosa volcó todo su cariño en
sus hijos sobrevivientes. Isabel y Juan Alfonso. Este último, muchacho
inteligente y muy hábil, asumió las riendas de los negocios del padre cuando
tuvo la edad necesaria y haciendo gala de una infinita destreza, lo hizo
prosperar. La vida volvía a sonreírle a la incompleta familia.
Juan Alfonso tenía la vida
soñada. Querido por todos, empresario exitoso, prometido a una bella dama de
quien estaba profundamente enamorado, obediente y leal hijo para con Doña Rosa
y confiable y amoroso hermano con Isabel.
La noble y buena dama veía como
todos los sueños truncos de años oscuros se concentraban en su pequeño Juan
Alfonso. Veía como los espíritus de su amado esposo y sus queridos y recordados
Narciso y Federico, se alojaban en el alma de su pequeño… porque era su
pequeño, los hijos no crecen ante los ojos de las madres.
Juan Alfonso, en la plenitud de la
vida, ya rebasando los 30 años, preparaba un viaje a Europa, siempre en busca
de mejorar la empresa familiar y regresando de él, contraería nupcias con el
amor de su vida.
Pero otra vez, el destino tenía
una jugada dura y magistral entre sus manos, una que envolvería la vida de Doña
Rosa, la de Juan Alfonso… y la del país entero.
Una beligerante nación vecina,
ocupa por lar armas el territorio costeño de un país limítrofe y amenaza
nuestras propias fronteras. Juan Alfonso no lo piensa dos veces, se olvida de
su viaje a Europa y de su próximo matrimonio. Su patria lo llama, su nación lo
necesita.
Doña Rosa no puede creerlo. La
incredulidad da paso a la desesperación, ésta a la resignación y finalmente
nace el entendimiento. Su hijo utiliza sus propios fondos para organizar,
vestir y entrenar a un batallón de soldados. Decide bautizar a este Batallón
con el nombre de su querido pueblo que lo vio nacer. “Iquique”.
La contienda y la guerra se
generalizan. Juan Alfonso toma parte activa de esta y doña Rosa sufre con cada
noticia que llega ahora a su casi vacío hogar, pero, a pesar del amor inquebrantable
que siente hacia su pequeño soldado, había dejado de hacer esfuerzos por
disuadirlo. Muchos jóvenes adinerados se habían ido del país, conocedores que
la guerra desatada, era una guerra perdida.
En una reunión a la que asistió
doña Rosa, unas mujeres, amigas suyas, le preguntaron porque no convencía a su
hijo a que se ponga a salvo, sabían que tenía un futuro prometedor, toda una
vida por delante, además de ser la luz de los ojos de su madre.
Doña Rosa, lacónicamente les
dijo:
"Si
todas las madres peruanas razonaran con tan buen juicio, que apartaran a sus
hijos de los peligros que corren en todos los combates que el enemigo les
presente, ¿Quién defenderá su territorio?,¿Quién pondrá a
salvo el honor nacional?, ¿Quién impedirá que la soldadesca embrutecida y
desenfrenada invada los hogares y mancille el honor de sus mujeres?...
Mi hijo,
quedará en su puesto, mientras haya un palmo de tierra que defender, un enemigo
a quien atacar, y una arma para volverla contra el mal hermano, que así nos ha
arrastrado a esta guerra.
Mi hijo es
peruano, antes que todo, y cumplirá con su deber.
Yo como
madre, no haré otra cosa que alentar sus entusiasmos, y llorarlo si la desgracia
me lo arrebata".
El segundo apellido de doña Rosa era Vernal. Su pequeño Juan Alfonso
gustaba que lo llamen por su segundo nombre y esgrimía con orgullo el apellido
de su padre.
Su nombre era Alfonso Ugarte Vernal.
Después de la derrota peruana en Arica. Doña Rosa, conocedora de la
trágica muerte de su único hijo varón y destrozada por el dolor, ofreció mil
pesos de oro a quien pudiera devolverle su cadáver. Al poco tiempo, al pie del
morro, entre los peñascos desnudos y embestidos por las olas del mar, entre
docenas de cadáveres en descomposición, encontraron los restos desfigurados de
una persona, cuya osamenta llamó la atención. Aún tenía puesto un calcetín con
sus iniciales.
Los restos fueron llevados ante doña Rosa, quien reconoció en medio del
dolor, a su pequeño Juan Alfonso. Finalmente, cayó de rodillas ante lo poco que
quedaba de su hijo y con un terrible dolor en el pecho y los ojos inundados por
incontenibles lágrimas, soltó un gran suspiro y se dijo: “Por fin volviste a
casa”.
Doña Rosa Vernal, fue una madre excepcional. Como era entendible, al
comienzo trató de influenciar en la determinación de su hijo, pero finalmente
comprendió que el verdadero amor de madre hacia los hijos consiste en
educarlos, guiarlos por el bueno sendero y finalmente, dejarlos volar, que
sigan a su corazón y que cumplan sus propios sueños e ideales… dejarlos vivir
la vida que ellos eligen, no la que ella quería para él.
Y su pequeño Juan Alfonso voló, literalmente, a la eternidad, a lomos de
un brioso corcel y llevándose en el pecho una plegaria, una bandera y el
corazón de doña Rosa.
Alfonso Ugarte. Oleo de Agostino Marazzani Visconti. |
Comentarios
Publicar un comentario