Sueños de Guerra
Una tenue luz se empieza a abrir
camino a través de su obnubilado cerebro. Sensaciones extrañas se abaten sobre
todos sus sentidos que empiezan a despertar, pequeños y suaves calambres
sacuden sus extremidades entumecidas. La consciencia se abre camino y sus ojos,
poco a poco, comienzan a abrirse.
Unos implacables rayos de sol
hieren sus pupilas. Entrecierra los ojos una y otra vez. Empieza a mover la
mandíbula y despega su lengua del paladar, totalmente seco. Es como si tuviera
un pedazo de papel arrugado dentro de la boca. Inmediatamente, sus glándulas
salivares empiezan a funcionar y un ligero frescor lo invade mientras empieza a
tragar saliva. Entre sus dientes rechinan ínfimos granos de tierra que se
humedecen poco a poco.
-
¿Dónde estoy? Se pregunta el hombre.
Aún no terminan las ligeras
oleadas punzantes que recorren sus brazos y sus piernas. Empieza a mover el
torso. Unos ligeros crujidos acomodan huesos y músculos agarrotados. Se percata
que sus ropas están cargadas de tierra, le provoca escozor, le molesta.
Tiene recuerdos confusos. Voces,
gritos y fuertes sonidos se agolpan en su mente tratando de encontrarle sentido
a ese tormento de ideas e imágenes. Finalmente, abre los ojos por completo y
con un último gruñido y muy cansinamente, se levanta hasta quedar sentado sobre
el blando suelo.
Sus manos palpan el terroso
terreno que quema, cortesía del implacable astro sol. Mira a su alrededor.
Observa una gran pampa arenosa y grisácea, salpicada de pequeños abrojos hasta
donde se pierde la vista. Se mira las palmas de las manos y están se encuentran
ennegrecidas y chamuscadas. Arquea la columna y estira los brazos hacia atrás
apoyando las manos en la tierra y de pronto, su mano choca con un objeto
alargado que estaba a su lado y que él no se había percatado. Voltea tensando
los músculos del cuello y ve un viejo fusil rematado en una puntiaguda bayoneta
de cubo con la hoja ligeramente doblada hacia abajo.
Los recuerdos llegan galopantes.
Los gritos de los oficiales, el
incesante cañoneo y el olor a pólvora. Recuerda la orden de ataque y el miedo
que lo invadía. Recuerda que gritaba hasta la ronquera para darse ánimos
mientras que avanzaban a paso redoblado. Recuerda haber visto la línea de sus camaradas
avanzando a sus lados y recuerda haber visto caer a muchos ante las andanadas
de mortales proyectiles deseosos de arrancarles la vida. Recuerda haber
disparado a la carrera y haber visto caer a más de un soldado enemigo. Recuerda
los vítores y hurras aliadas cuando parecía que la suerte de las armas los favorecía.
Recuerda haber visto una terrible carga de caballería y ver cabezas y miembros
separarse de los cuerpos a los que estaban unidos. Recuerda haber efectuado un
último disparo y derribar a un jinete y recuerda aterrado, haber introducido la
mano en sus alforjas y no encontrar ni un solo proyectil. Recuerda haber
buscado en el suelo algún arma abandonada cuyo dueño hubiera sido muerto o
herido. Recuerda haber visto el contraataque invasor y ver morir a muchos
buenos e indefensos soldados, bajo las bayonetas enemigas. Recuerda haber
empezado a retroceder y ser acometido por dos infantes con la bayoneta en
ristre. Ahora si recuerda muy bien haber tomado su arma por el hirviente cañón,
quemarse las manos y descargar un devastador golpe sobre la cabeza de uno de
sus atacantes mientras que perdía de vista al otro.
Allí acaban sus recuerdos.
Se toca el pecho y el abdomen,
las piernas y los flancos. No palpa nada, no siente nada. Delante de él está su
quepí, medio aplastado y totalmente maltratado, habiendo perdido el broncíneo número
de su Batallón, pero igual lo coge y se lo encasqueta en la cabeza, el sol del
mediodía puede ser muy inclemente.
Se yergue. Se sacude las prendas
sucias y enterradas. El color blanco de su uniforme de bayeta ha dado paso a un
color terroso. El mismo color de la pampa que lo rodea.
-
¿Ganamos? Se pregunta.
Está solo, trata de orientarse
mirando el terreno circundante para determinar dónde está la ciudad. El silencio
sepulcral de la zona se ve roto momentáneamente por el apagado y susurrante barrido
del viento que levanta tímidos remolinos opacos. Revisa su equipo. Lo único que
le falta son balas pero por lo demás, parece que todo está en orden. Abre los
botones de su saco e instintivamente extrae de su pecho el pequeño detente del
corazón de Jesús que le regaló su esposa, poco antes de prepararse para la
batalla.
-
¡Mi esposa! - Se alarma. Empieza a mirar hacia
todos lados y nuevamente no ve a nadie. Se angustia. Ella siempre ha estado a
su lado; es su leal compañera y lo ha venido siguiendo a lo largo de la
devastadora campaña, siempre preocupándose, siempre pendiente de él.
¿Habrá escapado? ¿Estará en la
ciudad? Las dudas y el miedo empiezan a atormentarlo.
Lo que es cierto es que lo dieron
por muerto y lo dejaron allí. Empieza a caminar tratando de orientarse.
Esperaba ver cuerpos y armas por doquier pero solo divisa tierra y abrojos.
Camina desorientado y tiene la
impresión que camina en círculos. De pronto el viento le trae unos murmullos. ¡Son
voces!, ¡Alguien está hablando en las cercanías!... se apresura y empieza a
trotar dirigiéndose hacia aquel sonido mágico y revitalizante. A lo lejos, casi
perdidos entre el cielo y la tierra, divisa unas diminutas figuras multicolores
moviéndose, en medio y en las cercanías de una estructura elevada.
-
Los Bolivianos! - Se dice eufórico - Han
levantado nuevas trincheras! Entonces, ganamos la batalla! - Se repite mientras
que acorta las distancias hacia donde se encuentran esas tropas aliadas, cuyas
características vestimentas coloridas le son bastante familiares.
Cuando se encuentra a menos de un
centenar de metros, se percata que esas personas visten prendas de colores pero
de combinaciones muy diferentes. ¿Serán batallones nuevos? Se cuestiona. De
todas formas sigue acercándose hasta estar muy cerca a estas personas. Ya a
pocos metros, frena en seco y totalmente confundido observa la escena ante él.
Un extraño edificio blanco con puntas y figuras humanas hechas de metal apuntan
al cielo, algunos cañones muy grandes y nunca antes vistos flanquean la
estructura y las personas que pensó, eran parte de la tropa boliviana, son
simples civiles vestidos con prendas entalladas y diferentes, cargan morrales y
entre ellos hay un par de pequeños niños que retozan entrando y saliendo de una
pequeña puerta que conduce al interior del recinto.
Le sorprende ver unas extrañas
carretas brillantes que se desplazan sin la necesidad de ser tiradas por
bestias. Finalmente, observa a una espigada jovencita vestida con un traje
oscuro y una falda obscenamente alta, decirles a un pequeño grupo de
aristócratas que en estas pampas, hace más de 130 años, se libró la Batalla de
Tacna.
El hombre queda perplejo. Le
empiezan a zumbar los oídos y la sangre le hierve en el rostro.
-
¿Hace 130 años? ¿De que está hablando? ¡La única
batalla que recuerdo aquí es la de ayer! ¡Yo he estado presente! ¡El sol está
en lo alto del cielo, es mediodía, no ha pasado ni un día desde la batalla! - Se
toma la cabeza con las manos y se siente aturdido y sobre todo sólo, muy sólo.
De pronto una voz familiar lo
saca del torbellino en el que se encontraba.
-
¡Mariano! - Grita la voz.
-
¡Zoila! - Responde él.
Una forma femenina se materializa
detrás de una pequeña duna y el corre desesperado hacia ella, fundiéndose en un
abrazo cálido y reconfortante con su querida y amada esposa.
-
¿Qué está pasando? - Balbucea Mariano.
-
¡Opa! - Le dice Zoila, dándole un ligero golpe
en la frente con la palma de la mano – sabes que no debemos alejarnos del
campo, eso te pasa por terco y distraído – lo reprende la mujer como si fuera
un niño.
Los últimos recuerdos regresan a Mariano
y nuevamente, entiende todo. Mira con ternura a su querida Zoila. No ha
cambiado nada pese a los años transcurridos. Su larga cabellera negra sujeta en
dos trenzas, sus lindos y achinados ojos color café y esos hermosos hoyuelos en
sus mejillas encendidas. Se conocieron muy jóvenes y se casaron muy enamorados.
Los caminos de la vida no les permitieron concebir hijos hasta que la guerra
estalló; él se enroló orgulloso de defender su patria, combatió en Tacna hasta
que su vida fue arrebatada por los aceros chilenos. Zoila, que lo seguía de
cerca, al verlo caer y presa de una demencial desesperación, tomó un fusil del
suelo y se abalanzó en contra de los victimarios de su marido, y ante tal
determinación, las balas invasoras acabaron con su vida. Su cuerpo exánime e
inerte cayó sobre su querido Mariano, fundiéndose ambos en un abrazo eterno.
Mariano y Zoila son los guardianes del campo de
batalla. Ambos murieron aquel 26 de mayo de 1880 y no saben y no quieren saber cómo
se reencontraron después de su deceso. No les importa, están juntos, y eso, es
suficiente. Desde ese entonces, vagan abrazados por la extensa pampa de la cual
no pueden alejarse, prodigándose todo el amor del mundo inmaterial en el que
viven, velando por el descanso etéreo de aquellos que combatieron y murieron por
ese pedazo de tierra pedregosa llamada Perú.
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Monumento en el campo de batalla del Alto de la Alianza. |
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