El Muchacho de San Juan


EL MUCHACHO DE SAN JUAN





Imagen de la portada del Libro "El Soldado Desconocido" de don Oscar Ferreyra, descubridor de los restos del valiente muchacho en el cual me inspiré para crear la presente historia.
 
La noche es fresca, taciturna y silenciosa. Los graznidos de unas pocas lechuzas rasgan la oscuridad acallando brevemente el murmullo de las decenas de personas que se apiñan en el interior de la rudimentaria trinchera.

El ataque es inminente, los Oficiales ya pasaron revista y a las tres de la mañana, repartieron rancho y algo de ron entre la tropa.

El muchacho, de unos 17 años de edad, tiene el estómago caliente, cortesía del aguardiente que pocos minutos antes acaba de beber. Al menos no siente frío pero si una gran presión en las sienes.
-       Ansiedad - se dice.

Y tiene mil y una razones para estar ansioso. Frente a ellos se encuentra una maquinaria militar que ha ganado batalla tras batalla, y ya curtido en dos años de campaña, se encuentra en las puertas de la ciudad.

Ya se sabe además que la vida de los heridos y rendidos no tiene valor alguno para el sanguinario enemigo. Las noticias corren rápidamente y el telégrafo se ha encargado de acrecentar la angustia de los defensores. El amor a la patria se siente en la misma magnitud que el amor a la vida. El instinto de supervivencia nace como una pequeña corriente que vibra debajo de la piel y te advierte del peligro que corres. El muchacho tiene miedo, es lógico, nadie podría criticar eso. Les dicen soldados pero la mayoría de ellos solo son chiquillos con un amor inquebrantable por su bandera pero con ninguna preparación en el arte de la guerra.   El temor se siente, se presiente, repta en medio del árido terreno. Se hace visible entre la bisoña soldadesca, se condensa en ojos infantiles y se diluye como gruesas lágrimas que bañan los ralos bigotes de niños que quieren ser hombres. 

Uniforme de Línea de los defensores peruanos - Imagen del Cortometraje "Manariqsisqa".
 El muchacho ahueca las manos y sopla en su interior, tiene las manos húmedas y frías. Repasa sus pertrechos y municiones, recoge el fusil Peabody Martini que le asignaron y que ahora aprieta entre sus delgadas manos; su arma se encuentra rematada por una extraña y anticuada bayoneta de cubo. Se alisa las prendas blancas de lino y se quita el quepí para limpiarse el sudor de la frente. Introduce una mano entre los botones de su chaqueta y presiona con delicadeza el detente del sagrado corazón que guarda cerca a su corazón. Fue el único regalo que su madre le dio cuando comunicó su intención de enrolarse en las filas de la reserva que busca contener el avance del ejército invasor. 

Sólo queda esperar.

Aún no amanece y un estampido sorprende al muchacho. Se encontraba algo adormilado pero eso ha sido suficiente para despabilarlo. Su corazón retumba enloquecido. El estruendo no ha sonado muy lejos de donde se encuentra y un nervioso oficial pasa a su lado rápidamente impartiendo órdenes. Al primer estampido se le suma un segundo y luego un tercero, finalmente una descarga cerrada de fusilería crepita en la oscuridad. La batalla acaba de empezar.

El muchacho, hombro con hombro con sus demás camaradas mira hacia adelante, la camanchaca aún no se levanta y no se puede distinguir lo que sucede a sus alrededores. Por momentos, el sonido de las detonaciones se acrecienta y a continuación se apagan. Pronto, una explosión a pocos metros delante, en la vertiente del cerro que defienden, provoca que tierra y piedras caigan sobre sus cabezas; una segunda y una tercera explosión golpean cada vez más cerca de sus posiciones. El aire caliente y el olor a pólvora impregnan el campo de batalla. Parece que la artillería enemiga pretende volar la cima completamente.  

De pronto un quejido a su derecha le llama la atención. Un joven soldado, de rasgos andinos como los suyos y quizá un poco mayor que él, cae hacia adelante, golpeando el saco terrero que corona la exigua trinchera y resbala hacia el fondo. Incrédulos, sus compañeros miran hacia todos lados. El muchacho no puede retirar su mirada del cuerpo que, hecho un ovillo, permanece inmóvil a unos pocos pasos de su posición. Es la primera vez en su vida que ve un muerto. Porque imagina que está muerto, nadie puede quedarse tan quieto, nadie.

Una nueva y terrible explosión, ahora en la colina aledaña de la izquierda de la trinchera, es acompañada por un coro de lamentos y maldiciones. Un proyectil ha impactado en medio de un grupo de defensores que vuelan por los aires convertidos en espeluznantes guiñapos humanos. La sangre y la tierra eyectada se mezclan y forman una tenebrosa y oscura llovizna que mancha los blancos uniformes de la tropa peruana.  

Algunos proyectiles más caen en medio de los defensores, reclamando las vidas que por la  ley de la guerra, les pertenecen.  Los estragos que han causado los estallidos son abrumadores. Por doquier, los cuerpos inertes de los combatientes peruanos se hallan desperdigados. El muchacho se encuentra agazapado y ha rezado con fervor pidiendo que un proyectil no le quite la vida.

El cañoneo se ha detenido en ese sector. Un súbito y gutural griterío los sorprende. Pronto va a amanecer y frente a él, en las pampas al pie de los cerros que protegen, el terreno parece cobrar vida; innumerables sombras ondulan en la ya escasa penumbra. Las tropas enemigas se lanzan a la bayoneta con el objetivo de tomar las trincheras.

El miedo que atenazaba sus dedos, en segundos es reemplazado por la misma determinación que lo hizo venir de tan lejos y enrolarse para la defensa de la ciudad, de su país… de su patria. A su lado, algunos de sus compañeros ya están disparando con furia sobre la furibunda y curtida masa de soldados que acorta las distancias de manera inexorable.

El muchacho, estrangulando un grito en la garganta, levanta su fusil, apunta y dispara. Carga su arma y vuelve a disparar. Los humeantes casquillos salen disparados de la recámara y se hunden en la tierra revuelta por el fragor de la batalla  

Por todos lados se escuchan las cadencias de las descargas de fusilería de uno y otro bando, las explosiones y los alaridos de guerra y de dolor que se suceden vertiginosamente. Los resplandores de los disparos se suceden en casi toda la línea de trincheras que cruzan las alturas de los cerros de San Juan. Las órdenes de los oficiales se apagan poco a poco. Es un espectáculo dantesco. Pequeñas columnas de tierra se levantan alrededor de la trinchera en donde el muchacho se encuentra. Las balas se cruzan aullantes en el campo de batalla buscando apagar la vida del contrario. Algunas lo consiguen. El muchacho se protege tras la trinchera para extraer una nueva caja de municiones. Azorado mira hacia sus lados y el tiempo se detiene un instante.

  El cuerpo del primer jovencito muerto que vio, se encuentra acompañado de otros más. La claridad que empieza a envolver el firmamento le permite distinguir varios cuerpos, agarrotados algunos, con los brazos en cruz otros. En su trinchera aun quedan unos cuantos muchachos que como él, devuelven el fuego a la implacable tropa sedienta de sangre que palmo a palmo, avanza hacia ellos. Durante el tiempo que ha permanecido disparando no sabe si acertó a algún soldado chileno. Lo cierto es que el avance de la línea enemiga en su sector se ha detenido momentáneamente. 

Trágica escena en las trincheras peruanas - Acuarela de Rudolph de Lisle
La creciente claridad y el levante de la camanchaca le permite visualizar mejor el campo de batalla. El muchacho asoma la cabeza por encima de su trinchera y esta vez puede ver la magnitud de la batalla. Su posición elevada le permite ver lo cerca que se encuentran ahora la soldadesca chilena. Mira hacia todos lados y ya no ve oficial alguno. De pronto, muy cerca de él, un jovenzuelo suelta el fusil y huye despavorido en dirección contraria a la línea chilena que se acaba de poner en movimiento. Otros lo siguen.Entre los cerros, la letanía del toque de retirada se hace audible.

El muchacho tiene un nudo en la garganta. Una sensación desesperante que lo impulsa a salir corriendo lo inunda.
-        
            Un último disparo - se dice.

Se yergue, apunta al bulto y aprieta el gatillo. Delante de él, ya en la falda de la colina que protege, un curtido soldado chileno cae pesadamente. La visión del soldado caído lo enerva. Serán sanguinarios, serán unos demonios, serán lo que sean, pero son muy humanos y caen ante las balas peruanas. Eso es suficiente. Introduce otra bala en la recámara de su fusil y vuelve a abrir fuego. Otro soldado chileno se lleva las manos a su pierna izquierda, cae sentado y empieza a retorcerse. 

Cuando se da cuenta, es el único que queda en su pequeña fortificación. A su lado, se encuentran los cadáveres de muchos de sus compañeros y otros, heridos de mala manera, se arrastran tratando de alejarse, sabedores del cruel destino que les espera a manos de la soldadesca chilena. Los gritos e improperios de los invasores se escuchan con una nitidez escalofriante. El muchacho ya sólo escucha unos cuantos disparos esporádicos en la defensa. Desde su posición observa la colina aledaña ya tomada por las tropas chilenas a sangre y fuego y presencia el repase de heridos y moribundos; incluso los cadáveres son salvajemente golpeados y atravesados por bayonetas y corvos.

Ya amaneció y bajo la precaria seguridad de su parapeto, el muchacho piensa a mil por hora. Puede huir, puede correr y probablemente podrá llegar hasta la línea de Miraflores. Le teme a la muerte, como cualquier mortal. Como todos, se enroló para defender su patria del invasor del sur, pero jamás imaginó sentir en sus carnes las atrocidades de un campo de batalla. Si el muere, su madre sufrirá mucho, su pequeño hermano lo extrañará y no podrá volver a conversar con sus jóvenes amigos ni volver a hacerle un cumplido a la señorita que tanto le gusta. Pero si se queda es seguro que encontrará una cruel muerte a manos de los adversarios del sur que seguramente, harán escarnio de sus despojos.

Pero ha visto caer a más de un enemigo y se ha percatado de muchos otros cadáveres desmadejados sobre la pampa por donde la tropa chilena se abre camino hacia las posiciones defensivas peruanas. Esos soldados abatidos ya no representan peligro para su madre, para su hermano ni para la señorita dueña de sus lisonjas. Esos soldados abatidos no volverán a profanar suelo peruano, esos soldados abatidos formarán parte para siempre de los cerros de San Juan.

Entonces, con un nudo en la garganta, toma una decisión. Entre retirarse y salvar la vida y quedarse y enfrentar a la muerte..., escoge la última.

Está casi seguro que morirá y no sabe si muerte será gloriosa, si será recordado como un héroe o como un simple muchacho que dio la vida por su patria, es más, no sabe si lo recordarán. Finalmente, eso ya no le importa. Con el rostro surcado por las lágrimas y ennegrecido por la pólvora y la tierra, se yergue con el fusil en ristre y vuelve a disparar sobre la línea chilena que ya se encuentra ascendiendo su colina, porque ya es su colina… de nadie más.

Panorama posterior a la Batalla de San Juan . Acuarela de Rudolph de Lisle.
 Los soldados chilenos, creyéndose ya vencedores habían aminorado el paso al cesar todo tipo de actividad bélica en su zona. La línea defensiva había sido superada en varios lugares, por ello, se sorprenden cuando una solitaria figura, en lo alto de la colina,  se levanta ante ellos y abre fuego. Se sorprenden aun más cuando un camarada boquea como un pez llevándose una mano al pecho y soltando su arma, rodando lentamente hacia la base del cerro. Con un grito unísono se arrojan sobre su audaz atacante y disparan con rabia.

El muchacho vuelve a disparar algunas ocasiones más hasta que un golpe en el abdomen le quita el aire. Se lleva la mano al lugar del impacto y horrorizado ve como su uniforme, imparablemente, se tiñe de sangre. Trata de contenerla, se quita el quepí y trata de bloquear la terrible herida. Las fuerzas empiezan a abandonarlo y su respiración se hace dificultosa, le falta el aire, no sabe que uno de sus pulmones ha sido perforado y las oleadas de dolor y la necesidad de respirar, se hacen casi insoportables. Pese al lacerante dolor, vuelve a tomar su Peabody.
-        
            Un último disparo - se dice

Alza su arma y se asoma por la trinchera únicamente para encontrarse cara a cara con soldados chilenos que se encuentran a unos pocos metros. Con la visión borrosa y al borde de la asfixia, dispara sin precisión y un grito le confirma que dio en el blanco. Los soldados chilenos repelen el ataque abriendo fuego directo sobre el muchacho. Un proyectil impacta en su hombro y lo hace caer de rodillas.

-                   La bayoneta - se dice.

Pero ya no tiene tiempo, un barbudo infante sureño corona la cima, pasa por encima de la  trinchera y sin piedad, descarga un feroz culatazo en el lado derecho de la cabeza del muchacho. La oscuridad nubla los sentidos del joven defensor, ya tendido en el suelo, un segundo culatazo propinado por otro soldado da por concluida la faena.

La trinchera ha sido tomada. Los pocos heridos del lugar son rematados allí donde son encontrados. La línea de San Juan ha sido conquistada por las tropas chilenas y en ese momento sólo la línea del Morro Solar sigue presentado batalla. Algunos araucanos bolsiquean el cuerpo del muchacho y no encuentran nada de valor. Arrancan de sus manos su Peabody y se aprestan para apoyar a sus batallones que siguen luchando en las zonas cercanas al mar.

El muchacho aún no ha muerto. Agoniza. Se encuentra tendido sobre su pecho y su respiración se hace cada vez más débil. La sangre y la tierra se funden en una espesa sustancia que baña generosamente la aridez de la colina. De su colina. En el postrer momento, la imagen de su madre se presenta en sus delirantes pensamientos.
-     
                    Madrecita, te voy a extrañar - se dice.

Sus miembros se relajan y sus ojos se cierran para nunca más abrirse.
   
El muchacho ha muerto… la historia y la leyenda del soldado desconocido acaban de nacer. 
                                                           





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